Delante de la cruz
El gris de la tarde envolvía
la comarca con un manto de tristeza, en el cielo densas nubes negras se esparcían
poco a poco dando lugar a pequeños rayos titilantes que explotaban entre ellas,
el viento recio removía su cabello enmarañado que a ella en ese instante para
nada le importaba, una gota desde el cielo le caía por sus manos mientras una
lágrima recorría sus mejillas, su mente divagaba en pensamientos y recuerdos
que ardían en su alma, no podía soportar aquella escena, no podía evitar aquel
sollozo que salía involuntario, al ver al hijo de su vientre clavado a aquel
madero.
Ella había oído desde el
cielo que aquel hombre vendría a ser muy grande, le habían prometido que
salvaría a su pueblo, que gobernaría en el trono de David… ella misma había
visto los milagros que sus manos tanto habían hecho… es más… ella le había hecho hacer aquella
agua en rojo vino delicioso; le había
visto crecer, había extendido sus manos en ayuda cuando dio sus primeros pasos,
lo había amamantado, vio salir el primero de sus dientes, lloro cuando el
lloraba y rió cuando él reía, sentía a sus logros como suyos y sus triunfos
como aliento.
De pronto una mirada de un
amor inexplicable la envolvió en un instante, como despidiéndose de ella,
mientras el corazón de aquel dulce y tierno hijo trabajaba con esfuerzo en dar
otro ínfimo latido... entonces sucedió… levantando levemente su cabeza hacia el cielo,
con una fuerza que salía desde el fondo de su alma, venciendo a su cuerpo
moribundo, gritó a voz en cuello: ¡Padre! En tus manos encomiendo mi espíritu…
y de pronto… expiró.
No había más, y como dicen
por allí… lo último que muere es la esperanza; esta esperanza habría muerto con
aquel último aliento, y se habría esfumado en un momento.
Pero cuando uno ha recibido
la promesa del creador del universo, la esperanza nunca muere y cuando uno ha
recibido la Palabra del Dios Omnipotente, aquel que cumple lo que ha dicho, la
esperanza es eterna, vive más allá de lo que vive y aún trasciende hacia el otro
lado de la muerte.
En aquella hora cuando aquel
hombre que muriera en ese día venga con poder y gran hombría, descendiendo
desde el cielo a sentarse en el trono de la gloria, en el trono de David el rey
de aquella tierra, entonces también María, esa mujer que lloró amargamente en
aquel día, verá cumplida la promesa de su vida, y aquello que no entendía, al
fin se hará evidente y para siempre en alegría vivirá eternamente, viendo al
fruto de su vientre cumpliendo aquello por lo cual ella había sido madre en su
vida.
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